La justicia española es una vergüenza
El que fuera alcalde de Jerez de la Frontera, Pedro Pacheco, estuvo a punto de ir a la cárcel por afirmar en 1985 que “la justicia es un cachondeo”, al considerar el Tribunal Superior de Justicia de Andalucía que había cometido desacato. Y aunque esa sentencia fue finalmente anulada por el Tribunal Supremo, Pacheco acabó pasando tres años y medio en el penal de El Puerto de Santamaría por varias condenas recibidas por su ejercicio político, como prevaricación, malversación, falsedad documental, fraude a la administración… lo típico. Pero aún a riesgo de molestar a algún togado me atrevo a asegurar que, a día de hoy, pocos españoles estarían en desacuerdo con aquella afirmación tan atrevida del político jerezano. Y es que en los 36 años que han pasado desde que Pacheco pronunció aquella frase, la apreciación de los españoles por nuestro sistema judicial ha caído en picado.
Según una encuesta realizada por Metroscopia para el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) en mayo de este año 2021, sólo el 33% de los encuestados opina que la Administración de Justicia funciona bien, mientras que el 48% piensa que lo hace mal y el 18%, regular. El 72% pensamos que nuestra Justicia es demasiado lenta y un 79% sostiene que no cuenta con los recursos necesarios. Y también tenemos claro de quien es la culpa de este desastre, el 84% estamos de acuerdo en que todos los Gobiernos han tratado de controlar la Justicia y el 66% sabemos que los jueces reciben continuamente presiones políticas. Con toda seguridad a esta percepción generalizada de lo mal que funciona la Justicia española contribuyó decididamente el cambio efectuado por el PSOE en 1985, cuando modificó la Ley Orgánica del CGPJ para hacer que todos sus miembros fueran elegidos por los políticos de las Cortes.
A su vez tanto la fiscalía como la abogacía del Estado dependen jerárquicamente del Ministerio de Justicia y si no obedecen sus instrucciones son sustituidos, como hemos comprobado en numerosas ocasiones. Vemos a un fiscal general del Estado como el socialista Cándido Conde-Pumpido, afirmar que “las togas deben mancharse con el polvo del camino” para, ensuciándose de esa manera, adaptarse a los deseos de los políticos. Comprobamos como Dolores Delgado, pareja del inhabilitado exjuez Garzón, pasa de ser ministra de Justicia y diputada del PSOE, a fiscal general del Estado. Observamos como continuamente la fiscalía y la abogacía del Estado incumplen su obligación de defender los intereses de España, para convertirse en los abogados del político que los ha nombrado. Comprobamos como las puertas giratorias entre política y judicatura no paran nunca de dar vueltas. Y no nos queda otra que llegar a la conclusión de que, en el momento en que los jueces ascienden a puestos para los que son elegidos por los políticos, la Justicia comienza a estar en entredicho.
«España nunca pierde la oportunidad de hacer el ridículo», dijo Carles Puigdemont al ser puesto en libertad por el juez de Cerdeña. «España me persigue pero al final siempre soy libre», afirmó jactancioso y lo remachó afirmando «seguiré viajando por Europa». Primero fue Bélgica la que se negó a entregárnoslo para que fuera juzgado por rebelión y sedición. A continuación, hizo lo mismo Alemania. Y ahora es Italia la que lo suelta. Tres de los seis países fundadores de la Unión Europea se han ciscado en la Justicia española, ¿cómo no vamos a sentirnos avergonzados? Sabemos que la culpa no es de nuestros jueces, sino de los políticos. Pero el politizado CGPJ es el encargado de los ascensos a los Tribunales Supremo y Constitucional, a la Audiencia Nacional, a los Tribunales Superiores de Justicia autonómicos y hasta a los presidentes de las Audiencias Provinciales. Así que, en cuanto empiezan a ascender, todos los jueces saben a quienes tienen que contentar. La justicia española es una vergüenza y hasta que no sea despolitizada, tendremos que agachar la cabeza cada vez que desde Europa nos lo recuerden.